El crimen de Los Tepames

El Crimen de Los Tepames

Los Tepames, Colima, una pequeña localidad abatida por el crimen, fue testigo del cruento asesinato de los hermanos Suárez; una de las familias más renombradas en dicha comunidad, quienes poseían valiosas tierras peleadas por todos.

El encargado de investigar este asesinato es Abel Corona, cuyo profesionalismo lo lleva hasta tocar fondo y enfrentarse a todos los posibles implicados sin importar las consecuencias. “En el crimen de los hermanos Suárez los malos parecen buenos y los buenos, malos…  los odios entre mortales son inmortales, sobre todo si se les alimenta desde la crianza”.

Siguiendo la línea de las grandes novelas policiacas, Rogelio Guedea (Premio Internacional de Literatura Calos Montemayor 2012, premio en la Semana  Negra de Guijón 2009, Premio Adonáis de Poesía 2008), acompaña al lector a través de las investigaciones de Abel Corona, quien desvela las corruptelas de las autoridades en un pueblo devastado por la injusticia, en donde es mejor quedarse callado o huir.

Rogelio Guedea es una narrador de sangre fría. Experto en el manejo de la sordidez y conocedor del lenguaje duro que la explica». (Élmer Mendoza, El Universal)

«Rogelio Guedea es un escritor al que de aquí en adelante hay que seguirle los pasos» (Paco Ignacio Taibo II, El Informador)

«Guedea se consolida como uno de los mejores narradores mexicanos» (Yuri Herrera, La Jornada Semanal)

I

El comandante de la policía municipal Darío Pizano sube a la camioneta Dodge en compañía de dos policías más, a quienes llama como Chacho y Zarco. Suben llevando cada uno una pistola calibre .45 y un rifle .38. La pistola la llevan fajada adelante del pantalón y los rifles los han metido en una bolsa de plástico forrada por dentro con tela de franela. El comandante Darío Pizano va en el lugar del copiloto, Chacho en el medio y Zarco al volante. Zarco se ha enfundado unos guantes negros con agujerillos en las palmas para que no le suden las manos al conducir. Son las cinco de la mañana y la ciudad todavía sigue durmiendo. Se escuchan ruidos de sirenas en un punto incierto y motores de tráilers atravesando la ciudad por el libramiento Guadalajara-Manzanillo. Los tráilers van cargados de rodillos de alambrón que descargarán en el puerto en espera de que un contenedor los lleve a cualquier país asiático. El comandante Darío Pizano se estira el bigote y descansa su codo sobre el canto de la portezuela. En la frialdad de su mirada chapotea un aire oscuro.

—¿Dónde nos estarán esperando, Zarco? —el comandante Pizano sólo quiere confirmar lo que ya sabe.

—En la barranca de Tinajas, comandante.

—Quedamos de encontrarnos en punto de las seis —completa Chacho.

El comandante Darío Pizano hace la señal de iniciar la marcha y recuerda a Zarco no olvidar pasar a casa del síndico. Zarco introduce la llave en la ranura y la gira hacia adelante. El motor hace un estrépito al arrancar y  el humo que arroja el mofle se parece a esa neblina que cubre la cabeza de las vacas en las mañanas frescas. Las llantas de la camioneta Dogde avanzan lentamente por la calle empedrada, como si se hubieran propuesto retrasar a como dé lugar la muerte. En la primera esquina dan vuelta a la derecha y luego a la izquierda. En casa del síndico desciende el comandante Darío Pizano, que da tres toquidos al portón, volteando hacia un lado y hacia otro. De adentro sale el síndico fajándose los pantalones.

—Buenas madrugadas, señor —hace una venia Darío Pizano.

—Buenas —replica el síndico, y le entrega al comandante Darío Pizano un sobre cerrado.

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