Fue tal vez en la preparatoria cuando tuve por primera vez contacto con los tres filósofos griegos más emblemáticos: Socrátes, Platón y Aristóteles. El primero, gracias al libro que me marcaría para siempre: los ‘Diálogos’, de Platón. Desde entonces, me imaginé no sólo a los filósofos (barbados y con sus túnicas blancas cruzadas por el pecho), sino también la ciudad que habitaban, gracias a las fotografías que había visto de la Acrópolis, el Partenón y el teatro en donde podía incluso imaginar representadas las tragedias de Esquilo o Sófocles. Todo lo veía del color de la piedra rojiza y el blanco del mármol, un mundo espiritual embebido de arte por los cuatro costados.
Desde entonces tuve ganas de hacer un viaje a Atenas. Tenía que ver aquello con mis propios ojos y, tal vez, revivir algunas de las escenas que había leído en los libros. Hace poco, casi por puro azar, mientras preparaba un viaje a Roma, el buscador de vuelos de una aerolínea española me dio la opción de oferta para un viaje a Atenas, justamente por las fechas en que viajaría a Roma. El precio era risible, tanto que dudé de que fuera cierto y no sólo la aparición de uno de esos banners que aparecen diciéndote que ganaste 100 millones de pesos en la lotería. Como de ser irreal los costos no serían muy altos, compré los boletos.
Cuando se lo comenté a mi mujer, tampoco ella lo podía creer. Ya veremos. El día del viaje nos levantamos pronto y salimos de Barcelona, en un vuelo que duraba tres horas, rumbo a la mítica ciudad. Hasta que no estuve dentro del avión fue cuando caí en la cuenta de que en realidad íbamos a Atenas, la ciudad que yo había literalmente idealizado y a la que, tal vez por eso mismo, jamás creí que iría. Ahora esa certeza estaba prácticamente reduciéndose a cenizas.
Sueño y realidad
A Atenas llegamos con un ligero retraso. En el mismo aeropuerto compramos un mapa y en el módulo de información preguntamos por la mejor forma de llegar al hotel que había reservado, ubicado en una zona céntrica, a unos 10 minutos de la Acrópolis en autobús, media hora, a lo más, andando.
La modernidad del Metro me causó la sensación de que la propia globalización había llegado a Atenas sin dejar atrás su legado histórico, pero se me hizo raro —realmente extraño, aunque no hacía mucho que había visto los problemas económicos por los que atravesaba el país— ver a unos niños pidiendo dinero, uno de ellos tocando una canción triste con un acordeón. Me pareció una escena propia del Metro de la ciudad de México, pero creí que se trataría de un hecho aislado, tal vez motivado, pensé, por tratarse de una ciudad altamente cultural.
Media hora después descendimos del Metro cercano al hotel en el que nos hospedaríamos y durante el trayecto fue apareciendo ante nuestra vista una ciudad que se alejaba —aunque resistiéndose— de aquella ciudad que yo había creado en mi memoria. Encontramos calles con las bardas pintarrajeadas, hombres tirados en las banquetas pidiendo limosna, banquetas sucias y olorosas a cagada de perro, una gran cantidad de hindúes y negros aglomerados en las calles, de forma sospechosa, como si estuvieran tramando un atraco. Un ambiente tenso y un paisaje urbano que se imponía deprimente.
Pensé que se trataría de una visión equivocada de la realidad y que más bien se debía a mi propio error: haberme hospedado en un hotelucho de quinta. El hotel se llamaba Filoxenia y nuestra habitación asignada quedaba en el quinto piso, con balcón hacia la calle Acharnon, muy transitada.
Desde la primera vez que me asomé por el balcón, me causó curiosidad ver a negros y a hindúes en grupos de tres en distintos puntos de la calle, algunos en la esquina, otros afuera de unidades departamentales, otros más en el otro extremo de la calle, escondidos detrás de los contenedores de basura, siempre haciéndose señas o llamándose por teléfono.
Era una atmósfera parecida a la que precede a los crímenes. Le pregunté a mi mujer que si sentía lo mismo o era nada más mi percepción, y ella me confirmó que no sólo sentía lo mismo sino que, además, tenía miedo. Un miedo que, incluso, le provocaba malos presagios. Le dije que tal vez era porque el hotel, como lo había pensado antes, se hallaba en una zona pobre y probablemente hasta delictiva, pero que ya veríamos mañana cuando fuéramos al centro si las cosas cambiaban.
Un muerto bajo la lluvia
Estuve viendo en el mapa los sitios de interés y, obviamente, la visita a la Acrópolis sobresalía de entre todos. Al siguiente día, mapa en mano, abandonamos la habitación apenas clareando y, aun con lluvia, fuimos andando calle abajo hasta la zona aledaña a la Acrópolis. Durante el trayecto, el paisaje urbano no cambió, más bien se recrudeció: calles sucias, pordioseros con los miembros ensangrentados, barda graffiteadas.
Un par de cuadras antes de llegar a Monastiraki, el corazón turístico de la ciudad, justo a las afueras del Kentriki, el mercado central, vimos a un hombre recostado en un escalón de la banqueta, con la cabeza hacia atrás, los ojos blancuzcos y la boca abierta. Un hilo de saliva le pendía de la comisura izquierda. No respira, me dijo mi mujer. Mira, y señaló su abdomen. Al terminar de decirlo, un anciano de barba blanca que se apoyaba en un bastón se acercó a nosotros y nos dijo: “Sí, está muerto. Vengo viendo esto desde 1940, jóvenes”.
La escena fue conmovedora, y no sólo porque llovía y el cielo estaba gris, sino porque parecía que la otra cara de la ciudad (tal vez la única) se empeñaba en destruirme aquella edificación que yo había construido en mi memoria. Como hicieron todos los que entraban y salían al mercado, seguimos nuestro camino, yo todavía con la imagen del hombre tirado ahí, en medio de todos y de nadie, en espera de que algún mercader lo metiera en un saco de papas o naranjas para luego llevarlo a tirar en cualesquiera de los contenedores de basura, tal como se hace con los desperdicios.
Hecho por Zeus
El corazón turístico de Atenas es realmente entrañable, lleno de restaurantes y tiendillas y turistas de todo el mundo, y la Acrópolis, sobre todo el Partenón, es imponente, como hecha con las manos mismas de Zeus. Sin embargo, yo ya no pude quitarme de la cabeza el rostro del hombre muerto en la calle, esa mañana, a las afueras del mercado.
Luego de visitar la Acrópolis y de comer en un restaurancito (lo que nadie debe dejar de comer cuando visite Atenas: ensalada griega, Gyros Kebab de pollo o puerco, queso feta, cerveza Mythos), caminamos por la calle adyacente para volver al hotel.
Unas dos cuadras antes de llegar a Omonia, famosa arteria vial de la ciudad, vi dos negros que venían en nuestra dirección. Uno de ellos, el más alto, fijó la vista en mi mujer, que veía un mapa. Luego me miró a mí y, posteriormente, miró a su acompañante, haciéndole una seña indescifrable.
Me di cuenta de súbito que algo no estaba bien, sobre todo cuando se dieron la media vuelta, cruzaron la calle y empezaron a seguirnos. Nos aventajaron y se detuvieron detrás de una parada de autobús. No había nadie. Uno se colocó adelante del otro. Alcancé a ver que del borde de la esquina siguiente aparecía la cabeza de otro negro, que se hacía señas con estos. Dudé entre seguir y darme la media vuelta, pero no tenía salida porque al voltear hacia atrás vi a otro negro, recargado en un pilar del portal contiguo, mirándonos con detenimiento también.
Decidí continuar. Justo tres pasos antes de cruzar, uno de los negros introdujo su mano derecha en la bolsa. Pensé que en cualquier momento sacaría una navaja o pistola. En ese instante, el semáforo de la esquina dio en verde y, de súbito, apareció un policía en una motocicleta, que venía justo en dirección nuestra. El negro sacó la mano de su bolso, el de la esquina siguiente se disolvió en menos de un segundo y, en ese instante, también nosotros salimos indemnes del mal que creíamos inminente.
Duramos casi una hora para llegar a nuestro hotel, pues decidimos seguir un trayecto irregular, para evitar ser de nuevo un blanco perfecto.
Ya en el quinto piso del Filoxenia, apoyados los codos en el barandal del balcón, empecé a observar con detenimiento a los negros e hindúes de la Acharnon. No había que fijar mucho la vista para darse cuenta de que esas bolsitas blancas que repartían a los transeúntes o conductores que se detenían en una esquina u otra no sólo eran cigarrillos libres de impuestos sino, sobre todo, droga.
Un tráfico que empezaba a las 7 de la mañana y terminaba a las doce o una de la madrugada. Todo el día negros e hindúes en una y otra acera, en la esquina, con teléfonos celulares, recibiendo o haciendo llamadas, ocultándose detrás de pilares o contenedores de basura para hacer las entregas y, obviamente, arremetiendo unos contra otros cuando —llegué a suponer— algún cliente quedaba insatisfecho o algún otro vendedor se metía donde no debía. Cerré los ojos por un instante y volví a la habitación.
Era irremediable: Atenas estaba dividida, para mí, en dos ciudades visiblemente antagónicas. Al abandonarla, ya en el aeropuerto, la mañana siguiente, tuve incluso la sensación de que nunca habité aquella que me había formado desde hacía años en mi memoria, que en realidad no fui a la Acrópolis, sino que la vi en fragmentos en un museo de París o Londres y que, sin embargo, lo que había sido real era, solamente, aquella calle de miedo, aquel negro con el filero escondido entre las ropas y aquel hombre muerto a las afueras del mercado central, sin esa mirada, ya que, seguramente, habría podido devolverme el rostro de la ciudad que había soñado.
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