Los senderos ocultos

De camino a la universidad. Bajando la colina con los rayos de un sol radiante sobre mi rostro. Sol infrecuente para un invierno, pero siempre posible. Pensando de un instante a otro en los padecimientos del hombre. Por ejemplo: el padecimiento de la distancia, que parece no tener cura. O el padecimiento de tratar con malintencionados, que parece no tener fin. O el padecimiento de la envidia o la sinrazón, hierbajos que pueblan los jardines del día. Pero también volviendo a los rayos del sol radiante sobre mi rostro y pensando que tal padecimiento podría desaparecer moviendo un poco la cabeza hacia adelante. O quizá girándola hacia izquierda o derecha. O echándola hacia atrás. Dándome cuenta de que el sol está ahí para alumbrar a todos, como lo está la distancia con su nostalgia y los malintencionados con su veneno, y que sabiendo que ni el sol moverá un dedo ni la distancia alargará un brazo ni los malintencionados lamerán la herida, es uno el que debe inclinar un poco la cabeza, o girarla hacia izquierda o derecha, o echarla hacia atrás, y entonces así, de nuevo, libres de manos y pies, comenzar el día.

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