Mi maestra Esther

Estoy escribiendo una nueva novela para niños, tiene como título tentativo “Nadie me podrá ganar”. Soy lo suficientemente supersticioso como para no dar detalles sobre su trama y personajes, pero lo que sí no tengo problemas para decir es que, de entre todas las cosas que trato en la misma, resalta un homenaje a aquellos maestros que marcaron mi niñez. En este caso, como la novela está situada en mi época de secundaria, primer año para ser más específico, aludo a una maestra (la maestra Esther) que recuerdo con gran aprecio. Fue la única que realmente supo responder a la necesidad más importante que tenemos en este periodo de nuestra vida: la de los sentimientos, la del afecto, la del amor. No creo que sea el único periodo en nuestra vida en el que la necesidad de afecto sea central para nuestro bienestar emocional, más bien considero que esto lo necesitamos siempre y no sólo en la escuela sino en todo lugar y circunstancia. Sin embargo, en el alma infantil hay urgencias afectivas más apremiantes, que nos ayudan a crecer, estar en pie, que nos motivan e incluso le dan sentido a nuestra vida. El conocimiento es importante, pero el conocimiento sin emoción por algo, es materia muerta. De entre todos los maestros que tuve en la Secundaria “Corona Morfín”, en la que sólo estuve dos años porque al siguiente me impidieron el ingreso, la maestra Esther fue la que supo cumplir esta cuota afectiva tan necesaria para todo estudiante. No fueron siquiera apapachos, ni concesiones en la calificación, ni hacerse de la vista gorda con mi pésima conducta, nada de eso, fue simplemente que me sonreía con cariño. Era la única maestra que me sonreía sentidamente al llegar a clase y al despedirse, y esa sonrisa (que recuerdo muy bien: relajada, redonda, afectiva) era para mí un bálsamo, una armadura, realmente un contrafuerte contra toda la indiferencia que encontraba en el resto de mis maestros, indiferencia que ahora respeto y en ocasiones justifico si tomamos en cuenta que para que se dé una empatía entre una persona y otra tienen que suceder entre ellos miles de coincidencias químicas y orgánicas. Yo veía nada más que tocaba la clase de la maestra Esther (que no recuerdo si era de Historia o de Geografía) y sentía en el cuerpo una especie de hormigueo, un deleite inusitado. Me sentía protegido, nunca vulnerable. Y esto es lo que creo, que todo maestro debe proyectar seguridad, certeza, confianza. Lo he dicho, estamos obligados como maestros a saber bien de lo que estamos hablando cuando nos paramos frente a una clase, eso a nadie ya le cabe duda, pero no menos obligados estamos a que los estudiantes encuentren también en nosotros a seres depositarios de su crecimiento emocional y humano, cosa que en la actualidad empieza a extrañarse. Esto es, para mí, la verdadera “educación integral”. Los estudiantes (humanos al fin) están conformados por un conjunto de sentimientos, conocimientos, intuiciones, prejuicios, voluntades, deseos, etcétera, que no pueden ser tratados de manera aislada, pues escindirlos significaría quitarles su propia esencia, de manera que es importante no dejar de ver nunca este conjunto cuando estamos frente a un estudiante, para así no dejar tampoco de llevar a cabo una formación a medias, con lamentables consecuencias para la sociedad futura. Esto me lo enseñó, con su pura sonrisa, la maestra Esther, cuyo recuerdo, aun después de treinta años, me sigue produciendo en el cuerpo el mismo recuerdo y el mismo inusitado deleite.

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