Yo no sé si alguien lo sepa (aunque no tiene ninguna relevancia, en realidad), pero yo desde niño soñé con ser músico, un trovador cantando boleros en un famoso bar de Nueva York, para la comunidad latina. Aprendí guitarra (popular) en el IUBA, y llegué a cantar en algunos bares de la ciudad, de Tecomán, Armería y Manzanillo, siendo apenas un muchacho de 17 años. En Armería toqué en una Pizzería llamada Jacaranda, por cierto, que recuerdo con santo cariño. Sin embargo, aunque mis aspiraciones eran (casi) delirantes, por alguna razón que uno nunca sabe no fui más allá en la música, a la ahora, por cierto, siempre le rindo homenajes en mis novelas, cuentos y poemas, y basta echarle una mirada a Los trenes nunca vuelven, mi nueva novela para niños, en la cual hay un tributo a boleristas como Julio Jaramillo, Álvaro Carrillo, Lucho Gatica, Roberto Cantoral, etcétera.
Es curiosamente mi hijo quien se ha metido tanto y de tal modo a la música (apenas tiene 15 años) que piensa seriamente en estudiar música (guitarra) y en dedicarse a tan bello arte, aun cuando (sigo sin explicarme por qué) exista el estigma de que tal carrera es un salto al vacío, no da dinero y tiene muy acotado el campo laboral, salvo (¡es lo que he tenido que escuchar!) en los botaneros. Como a mí lo que más me interesa es que mi hijo encuentre una pasión por vivir y sea feliz con ella, como parece que ya la ha encontrado, entonces lo de los botaneros me viene haciendo lo que el viento a Juárez. Por ahora (no adelantemos vísperas) ha hecho unos cursos ofrecidos por la Escuela de Música de nuestra máxima casa de estudios, dentro de un programa de iniciación a las artes, y ha estado por encima de sus propias expectativas. No quiero, sin embargo, hablar ni de mí, ni de mi hijo, aunque mañosamente ya lo hice, sino de la labor que lleva a cabo la Escuela de Música universitaria, cuyos resultados me ha tocado constatar a partir de varios eventos musicales a los que he asistido, uno de ellos el propio concierto que dieron los jóvenes que asisten al programa de iniciación a las artes mencionado pero, sobre todo, a otro que dieron los alumnos de excelencia de la Escuela de Música hace poco en el Teatro Hidalgo. Vaya concierto, en realidad.
Aunque hubo poca audiencia (me habría gustado que lo disfrutaran más colimenses), nunca faltó el talento. Jóvenes guitarristas violonchelistas, violinistas, pianistas de primera calidad. De más está decir que entre los maestros de música con que cuenta la Escuela están muchos muy destacados a nivel nacional e internacional y eso es notorio cuando uno escucha la ejecución de los estudiantes, realmente plausible. Si pediría a la audiencia que asiste a estos eventos (aunque sea poca) que tuviera un comportamiento más adecuado y que evitara comer dentro de los recintos, llamar con el celular, conversar en voz alta e incluso entrar y salir cuando se está ejecutando una obra, porque ciertamente es una ofensa al esfuerzo, dedicación y entrega que ponen los estudiantes en su arte, y además una falta de respeto al resto del público que sí va a escuchar con atención aquello que se les ofrece.
Un elogio, pues, a la Escuela de Música universitaria por esta labor, esperando que no decaiga ni la dejen decaer por ningún motivo.
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