Siempre que leo algo que me gusta siento unas ganas irreprimibles de compartirlo, de descolgar el teléfono y llamar a éste o aquel, de subirme a la azotea y convocar a amigos y familiares para mostrarles mi hallazgo, o de salir a la calle abruptamente a decírselo a cualquier desconocido, al menos. Pero sucede que cuando llego a esos hallazgos son las tantas horas de la madrugada, que es cuando disfruto leer, y no hay nadie a quien llamar a esas horas, y mi mujer y mis hijos ya están dormidos y guarecidos debajo de cien almohadas, y las calles más solas que un panteón de pueblo, y a mí no me queda más remedio que esperar a que el corazón se me acompase, como las aguas de los arroyos en crecida, y la euforia se vuelva a echar sobre mis pies cual perrillo faldero, y todo vuelva a esa normalidad de los pequeños e insignificantes acontecimientos.
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